Eduardo Beltrán y García de Leániz / Almazán
Hay algo especial en esta villa cuando paseas por ella en días lluviosos, y sobre todo si lo haces a través del camino que discurre al lado del río, contemplando esos árboles inclinados, doblegados por la fuerza del viento y el empuje de las aguas del Duero, y observando el bonito colorido que la humedad proporciona a las piedras de sus edificios históricos, mientras te sientes envuelto por el trinar de las aves a tu alrededor.
Han sido días en los que el aire fresco de la mañana y la luz etérea difuminando el ambiente me han proporcionado una fuerza especial que ha permitido que mi misión en la villa fuera realmente maravillosa, a pesar de ciertas injerencias externas no deseadas.
Aunque cuidar de una madre no es una misión para mi, sino un vínculo ancestral de amor, es un placer y un honor que me llena de orgullo y satisfacción por dedicarle mi tiempo ahora y durante los últimos diez años en que ella vive en su mundo. Nunca he sido avaro con mi valioso tiempo por lo que respecta a mi madre, aunque las arrugas de mis ojos tienen mucho que ver con la soledad e incomprensión que he recibido durante todo esta larga etapa.
Y los escasos momentos de lucidez en que ella te dedica unas palabras o una sonrisa, se convierten en uno de esos instantes mágicos con los que te obsequia la vida de vez en cuando y que te llenan de felicidad, y que muchas otras personas se pierden por su soberbia y falta de generosidad.
Han sido días en los que las nubes han teñido el cielo de gris, otros en que los cielos azules lo inundaban todo, pero todos ellos han sido memorables, llenos de admiración y gratitud hacia una persona luchadora que sigue desafiando al tiempo.
Estos días he sido como un náufrago en la playa de la vida.
Porque saber mirar es saber amar.