Eduardo Beltrán y García de Leániz / Madrid
Conectando con mi anterior artículo
Interpretando el Arte: Altamira, y saltándome obviamente unos cuantos miles de años, he querido dar protagonismo a la que a mi me parece una de las
rupturas más significativas en la forma de entender el arte. Me estoy refiriendo a la aparición en escena de la pintura que va a hacer de la
representación de la vida cotidiana su seña de identidad, la pintura holandesa de género de mediados del siglo XVII.
Su llegada supuso un cambio muy importante en el mundo pictórico. Hasta entonces, las escenas sagradas o religiosas, ocupaban todo el universo de la pintura, junto a la temática mitológica y el retrato. Estos pintores holandeses descubrieron que podían llevar la belleza a todos los ámbitos de la vida.
No es extraño que este tipo de pintura surgiera en un país como Holanda, un territorio que facilitaba el intercambio de ideas, enriquecido por el comercio, y con valores morales calvinistas, tolerante, donde surgiría una próspera clase burguesa de comerciantes ávidos de decorar sus casas con los cuadros de pequeño formato de los innumerables pintores que abundaban en sus ciudades, un privilegio comprar pinturas hasta entonces sólo reservado a los reyes, a la iglesia y a la nobleza.
Son principalmente pintores de interiores, en los que aparecen escenas domésticas de sus moradores, realizando tareas habituales en una casa, como coser, preparar la comida, pelar frutas o verduras, leer o escribir una carta, labores de limpieza, asearse, tocar un instrumento musical,... Los personajes representados se identifican plenamente con la vida normal de cualquier ciudadano corriente. Y la mujer adquiere un gran protagonismo, siendo identificada a menudo con la encarnación de la virtud.
También las relaciones amorosas conforman una parte importante en esta pintura. Las innumerables escenas que muestran a hombres y mujeres en diversas circunstancias revelan la complicidad de sus personajes. La minuciosidad y el detalle de las personas y objetos representados se lleva a la máxima expresión.
Los pintores de género pintaban lo que veían a su alrededor, la vida real y común de la gente de sus ciudades, tal y como eran verdaderamente, era su ideal de pintura. Las personas comparten protagonismo con el espacio representado, en donde la perfección geométrica es admirable. Transformaron la forma de pintar. La simple escena de una mujer vertiendo leche en un recipiente se convierte en una obra impresionante llena de magnetismo y serenidad.
Es importante remarcar, pues constituye una de las características principales de esta pintura, que una gran parte de estas obras esconden mensajes moralistas, no eran solo una mera representación de objetos de la vida cotidiana. El simbolismo y la alegoría de tantos elementos presentes en los cuadros nos permiten captar a veces el sentido que los pintores quisieron transmitir a sus cuadros, pues no sólo la estética era lo más importante para ellos. Aunque la presencia de mensajes alegóricos es constante, no es menos cierto que su interpretación puede ofrecer diferentes lecturas.
Mencionar que uno de los más grandes representantes de este género, Johannes Vermeer, le interesaba por encima de todo el mundo de la pintura, imprimiendo a sus obras el valor pictórico en si, consiguiendo una perfección realista incomparable. La precisión y la intensidad de su pintura, junto a la maravillosa distribución de luces y sombras hacen se este maestro uno de los precursores de la pintura moderna.
Entre esa magnifica pléyade de artistas, aparte de Vermeer, citaría a Gerard Ter Borch, Pieter de Hooch, Gerard Dou, Gabriel Metsu y Jan Steen, maestros todos en la búsqueda de la perfección, y artífices de que los ámbitos cotidianos de la vida se convirtieran en obras maestras.
Johannes Vermeer
Pieter de Hooch
Johannes Vermeer
Gerard Ter Borch
Gabriel Metsu