Era una tarde de un mes de abril del 2009, algo más frío y seco de lo normal en estas agrestes tierras adnamantinas, cuando mi padre me dio la noticia de que una gata había parido debajo de un montón de tejas y ladrillos en "la casona", y que tres naricillas se asomaban por los recovecos de ese pesebre improvisado por su actual dueña gatuna.
La noticia me llenó de alegría, pues como buen amante de la estirpe felina, sabía que donde nacen gatos significa que la vida y la energía corre a raudales, y son siempre símbolo de buena suerte. Rápidamente salí de casa, cruce la calle a toda velocidad, bajé infinidad de escalones, y me introduje de lleno en la lóbrega oscuridad del impresionante sótano-bodega de mi padre, lleno de toda clase de inventos y artilugios de todo tipo; un poco ebrio por el efecto balsámico de los dulces efluvios que allí se respiran, salí de nuevo por otra puerta al mundo exterior, traspasando una zona intermedia de innumerables cachivaches, de ahí pasé por fin a la zona del jardín, y al fondo a la derecha descubrí cómo unas viejas tejas nunca me habían parecido tan hermosas y útiles.
Escondidos tras su parapeto de barro cocido, los tres cachorros jugaban despreocupados con las briznas de hierba que afloraban entre las rendijas de su escondite. Entre ellos sobresalía uno, blanco inmaculado, de una hechura perfecta y elegante, y ya desde tan pequeño despuntaba bondad, nobleza, simpatía e inteligencia, virtudes éstas que fueron el eje de toda su vida. No tardé en acercarme más, cuando de repente su mirada se cruzó con la mía, y si en un principio se mostró algo esquiva, rápidamente cambio de aptitud, y salió de nuevo a observarme. De ahí surgió una amistad que durará eternamente.
Al instante comprendí que este lugar se convertiría en su hogar. No fue difícil convencer a mi padre para que nunca les faltara nada en mis constantes ausencias, pues en los últimos años, mi vida se ha convertido en un ir y venir permanente entre Madrid y Almazán.
Desde entonces, he visto como crecían, como aparecían todos sus maravillosos instintos felinos, como empezaban a descubrir el mundo que les rodeaba, como me recibían cuando llegaba y como me echaban de menos cuando me iba. Pero, fue aquél blanco impoluto, de ojos verdes claros, serenos, el que me robó totalmente el corazón. Su nombre era Blanquita, nombre soso y poco apropiado para semejante belleza, pero que en las prisas del primer momento se impuso por su obviedad.
Se convirtió en mi amiga, en mi compañera, en mi mejor aliada. Nunca fui su dueño, pues los gatos no lo tienen, ellos son libres e independientes. Pero, su lealtad hacía mi no tenía fin. Cada vez que me veía, la carrera que se pegaba para llegar hasta mí era digna de los mejores atletas olímpicos. Cuando yo aparecía tras la puerta, todo su mundo se iluminaba, no prestaba la más mínima atención a sus otros congéneres, "pasaba de ellos", ella me consideraba su familia real. Nunca supe comprender bien esto, lo correcto hubiera sido trasladarla a vivir a casa de mis padres. Un gato de esas características no estaba hecho para residir en ese lugar.
Con el tiempo, pasado su primer año, se convirtió en una auténtica belleza de Angora, poseedora de un pelo largo aterciopelado que dejaba boquiabiertos a las personas que la veían. Tenía una habilidad asombrosa para hacerte sonreír y además, dominaba un tipo de baile distinguido, digno de la más exquisita corte vienesa. Me refiero a un baile que ella me obsequiaba siempre que me veía, que consistía en un movimiento acompasado de sus patas delanteras, subiéndolas y bajándolas como si de un caballo de pura raza española se tratara, todo ello acompañado de una sinfonía celestial de ronroneos, y aderezado con un subir y bajar su cabeza, para terminar acomodándose en mis tobillos. Sencillamente asombroso.
Era como un ángel, todo en ella irradiaba paz y tranquilidad. Daba gusto presenciar sus juegos, sus piruetas, sus increíbles acrobacias en los árboles, siempre sin perder esa elegancia natural que todo gato tiene, y que ella poseía por partida doble. Verla sentada en cualquier parte era la transmisión perfecta de la calma.
Fue la mejor madre. Tuvo tres camadas, y el celo con el que cuidaba a sus hijos era digno de admiración. Solamente a mi me permitía tocar a sus recién nacidos. Le encantaba que pusiera mi mano en su tripita cuando sus cachorros estaban mamando, pues quería que mi olor quedara impregnado en ellos como algo suyo. No en vano, dos de ellos, Horus y Nuca, comparten mi vida.
Estas últimas navidades Blanquita estaba radiante, llena de vida y felicidad. Había llegado a una plenitud majestuosa, cerca ya de cumplir cuatro años. Yo pasaba más tiempo con ella, y ella cada vez llevaba peor que yo me fuera. Estaba pensando en subirla definitivamente a casa, pero siempre posponía esta decisión. Nunca me lo perdonaré.
Un invierno sumamente frío, con muchas heladas, nieve y una lluvia incesante, ha sido el ambiente que la naturaleza nos ha obsequiado este año. Si a ello le sumamos una aparente epidemia de gripe felina por estas tierras, la tragedia puede estar servida. Y aunque estas propiedades de mi padre están cerradas, siempre se cuela algún gato vagabundo por algún sitio, buen sabedor de los tazones de comida que nunca faltan allí. Lo peor fue que contagió a alguno de los gatos allí residentes, aunque, poco a poco, todos se fueron curando.
Al terminar el invierno parecía que todo estaba controlado. Sin embargo, a pesar de todos mis esfuerzos durante estos gélidos meses por aislar a Blanquita de los demás, al final ella también se contagió a mediados de marzo. En ningún momento dudé que lo superaría, como el resto, pues ella era la más fuerte y sana de todos. La desgracia fue que, además de esa semilla nociva, Blanquita era también portadora de otra semilla muy diferente, ¡la de la vida!. Blanquita estaba preñada.
Desde entonces y hasta finales de abril, las fuerzas le fueron fallando. El catarro había ya remitido, pero, tanto las secuelas de éste, como la vida que latía en su interior le habían producido un debilitamiento físico general, que al final no pudo superar.
En mi última visita a Almazán, mi preocupación se acrecentó, pues estaba realmente frágil, pero la esperanza siempre se abre camino en lo más profundo de nuestro ser. Me negaba a admitir que no se fuera a recuperar. Volví a Madrid. Las llamadas de mi hermano me alertaron, llevaba dos días sin verla. Regresé rápidamente, pues me temía lo peor. Tenía que encontrarla aunque tuviese que remover hasta los cimientos de ese lugar.
Era una mañana fría, triste, cuando accedí al recinto ajardinado para buscarla. El corazón se me aceleró cuando la vi tumbada en el mismo sitio de siempre. Estaba allí esperándome. Ella ya sabía que yo venía, y casi moribunda salió de su cobijo para encontrarse conmigo y despedirse. Un gesto más de su nobleza. Con los ojos llenos de lágrimas la cogí en brazos, la envolví en una manta y me la llevé a casa. Le lavé los ojos, la puse en el coche y la llevamos urgentemente a un veterinario de Soria. Es un viaje de apenas quince minutos, pero a mí se me hizo eterno.
El diagnóstico fue desolador. Estaba muy mal, su corazón latía débilmente. El veterinario me dio dos opciones. La primera, de pura lógica, la descarté rápidamente. Y me aferré de forma rotunda a la segunda, a la que atisbaba un resquicio de esperanza. Un tratamiento antibiótico, y a esperar.
No llegó a casa. En el camino de vuelta a Almazán, su débil corazón se paró definitivamente. Su último estertor llegó poco después de que yo la acariciara. Parecía que estaba dormida, sus ojos claros me miraban, me resistía a crear que había muerto, e intentaba reanimarla cogiendo sus patitas. Nada, de repente todo se convirtió en nieve a mi alrededor.
Blanquita había muerto.
Cavé su tumba a los pies del abeto en el que ella solía tumbarse en las horas más calurosas del verano, y no lejos de aquel escondite de tejas que la vio nacer. El sol salió tímidamente aquél día. Era un fatídico 26 de abril. Aún caliente, sin que la rigidez de la muerte hubiera hecho mella en él, deposité su cuerpecito en la tumba, y la cubrí de tierra. Algunos pajarillos cantaban en la copa del árbol. La energía emanaba en abundancia en ese lugar. Eran las dos de la tarde.
Bajo la imagen protectora de ese imponente abeto, con sus largas ramas arropando su tumba, dejé descansar su sueño de eternidad a Blanquita. Regresé a casa. Y la desolación se apoderó de mi.
Justo una semana después volví. Su tumba estaba cubierta de cristalinas gotas de rocío. Se respiraba paz y tranquilidad. Ya se había marchado. Le plante un rosal del color de su alma y le encendí unos palillos de incienso. Ahora descansa en paz.
"Siempre mantendré viva tu presencia".
Blanquita
Enero del 2013